- Boris Yeltsin (sentado al final) y Ruslán Jasbulátov (delante de él, de frente y de pie), en abril de 1993. Imagen: kommersant.ru.
"No vamos a tolerar más a la oposición interior. Hay que desembarazarse de los que no siguen el mismo camino que nosotros" [1]. Cuando el primer presidente de la nueva Federación de Rusia, Boris Yeltsin, hace esta declaración, los carros de combate T-72 rodean desde hace varios días ya el Congreso de Diputados del Pueblo y el Sóviet Supremo. Desde el alba del 4 de octubre de 1993, las ametralladoras tabletean. Algunos comandos especiales rehúsan atacar a los civiles cerca de la Casa Blanca que aloja el Parlamento. Pero, bajo la dirección del ministro de Defensa, Pável Grachov, los blindados disparan los cañones. El edificio, de una blancura impoluta, echa humo y después se ennegrece rápidamente. Los primeros diputados comienzan a rendirse, mientras que se evacúan a los muertos y a los heridos. El presidente interino de la Federación, el coronel Aleksandr Rutskoi, y el del Sóviet Supremo, el economista checheno, Ruslán Jasbulátov, abandonan la lucha; pasaron algunos meses en prisión. Antes sin imágenes, la historia de la Rusia postsoviética se escribe ante las cámaras del mundo entero.
Según las cifras oficiales, habían hecho falta 123 muertos para permitir esta "victoria de la democracia«, que aclaman numerosos responsables y periodistas occidentales. Otras fuentes recuerdan un balance más grave; se cita a menudo la cifra de 1.500 muertos. En la locura de este ataque espectacular y de combates en las calles, se lanzó por todo Moscú la caza de los»ilegales", en particular contra los caucasianos, arrestados en masa. Estas redadas, que añadieron confusión, habrían afectado a 25.000 personas. Fuera de los conflictos nacionales en el Cáucaso y en los Estados bálticos, el país no había conocido una violencia semejante desde las revueltas del gulag en 1950-1954, el levantamiento de Tbilisi en 1956 y el motín contra el alza de precios en Novocherkassk, en 1962.
El recurso al ejército pretendía poner fin al conflicto político entre el poder ejecutivo y el poder legislativo, que duraba desde hace más de un año. Pero no se puede comprender este drama sin volver a 1991 y recordar el contexto en el que se desarrolló [2]: la crisis del sistema soviético, el callejón sin salida de la perestroika, puesta en marcha en 1985, y el desmembramiento de la URSS.
Nada más disolverse la URSS, Boris Yeltsin saca provecho
A principios del verano de 1991, Jasbulátov acababa de ser elegido al frente del Sóviet Supremo de Rusia, la asamblea restringida del Parlamento. Rutskoi fue elegido vicepresidente de la Federación Rusa, en el ticket que formaba con Yeltsin, el 12 de junio de 1991. En agosto de 1991, los tres futuros protagonistas del conflicto de 1993 son aliados. Resisten juntos a la tentativa de golpe de Estado de los dirigentes conservadores, opuestos al proyecto de reforma de la Unión dirigido por el presidente Mijáil Gorbachov. Rutskoi se desplaza a Crimea para liberar a Gorbachov, en arresto domiciliario en Foros por los golpistas y le trae consigo en su avión. Los tres aprovechan el fracaso del golpe de Estado para imponer la independencia de Rusia, la desaparición de la Unión Soviética, y también la salida de lo representaba la perestroika. Rápidamente, Yeltsin saca la ventaja que le confiere su notoriedad recién adquirida en el extranjero. El primero de noviembre, obtiene plenos poderes. Durante un año, puede desafiar las leyes, nombrar ministros o gobernar mediante decretos, sin remitirse al parlamento.
Yeltsin hace posible una terapia de choque radical, puesta en marcha por representantes de la generación ascendente de economistas neoliberales rusos. Yégor Gáidar, discípulo de la escuela de Chicago; Anatoli Chubáis, maestro de las privatizaciones; el libertario Andréi Illariónov; o también Guennadi Búrbulis, antiguo profesor de marxismo-leninismo que ideó el acta de disolución de la URSS a finales de 1991. Pudo contar, igualmente, con el apoyo de diversas personalidades y responsables políticos, como el historiador Yuri Afanásiev, el alcalde de Moscú, Gavril Popov o el alcalde de San Petersburgo, Antatoli Sobchak. Esta vanguardia actúa en relación estrecha con los grupos financieros y los futuros oligarcas, como Vladímir Gusinski y Borís Berezovski, ya al frente de imperios bancarios y mediáticos. Bautizándose "demócratas" —por oposición a los conservadores—, todos ellos hacen referencia a las experiencias del Chile de Augusto Pinochet y del Reino Unido de Margaret Thatcher.
La inflación y la vertiginosa caída de los salarios reales acarrearon la liquidación del ahorro popular.
De un sistema económico administrado, Rusia pasó brutalmente a la libertad de precios y de tipos de cambio, de la desindexación de salarios y a las privatizaciones masivas. La inflación y la vertiginosa caída de los salarios reales acarrearon la liquidación del ahorro popular. El mercado se liberalizó, sobre todo el informal, el tráfico de todo tipo, incluso el trueque, que llevó a una desmonetización de la economía. Los salarios, que constituían todavía el 70% de los beneficios de los ingresos de las familias en 1991, no representaron más que el 38,5% en 1995 [3]. Como únicas compensaciones, los rusos veían el fin de las penurias y, para muchos, la posibilidad de convertirse en propietarios, con poco gasto, de su vivienda [4].
Algunas regiones cedieron a la tentación de la autarquía, de barreras aduaneras y de reivindicaciones independentistas. Cerca del 80% de la población cae en la pobreza, no disponiendo más que del mínimo vital [5]. Ciertamente, surge una minoría activa de ganadores: los negocios, los servicios bancarios, la publicidad, la comunicación y el comercio del sexo suscitan apetitos o vocaciones. Los nuevos ricos, o los nuevos rusos, descubren el camino de Occidente… y el de sus paraísos fiscales.
En el Parlamento, como en la población, el consenso en torno del presidente se desmorona rápidamente. Yeltsin es consciente de ello. Promete aplicar correctivos a las reformas, mientras trata de acelerarlas antes de que la revuelta estalle. En diciembre de 1992, negocia y obtiene del Sóviet Supremo la posibilidad de organizar un referéndum sobre las instituciones a cambio de la salida de Gáidar.
Al frente del Parlamento, Jasbulátov profesa ideas gradualistas (keynesianas) inspiradas en economistas socialdemócratas, como Leónid Abalkin y Nikolái Petrakov, antiguos colaboradores de Gorbachov. En aquella época, hablar de regulación del mercado bastaba para ser calificado de "comunista retrógrado". Sin embargo, el Parlamento no constituye de ningún modo un bloque comunista. Por supuesto que el 85% de sus miembros han salido del antiguo Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), pero igual que los liberales… La oposición a Yeltsin consiste en una alianza heterogénea de demócratas yeltsinianos decepcionados, partidarios del mantenimiento de la Unión, y de nacionalistas
Más allá del enfrentamiento entre personalidades, tres principales apuestas se perfilan en esta crisis entre el presidente y el Parlamento: la continuidad o no de una política económica ultraliberal, el programa de "grandes privatizaciones«y la elección constitucional entre una república parlamentaria y un régimen presidencialista. La venta de los medios de producción aparece como la cuestión más decisiva, pero también la más ambigua. La promesa de»privatizaciones populares«en beneficio de los»colectivos de trabajadores" marca las pistas y hace confiar a algunos de que todos se aprovecharán de ello.
Los nuevos ricos, o los nuevos rusos, descubren el camino de Occidente… y el de sus paraísos fiscales.
La crisis de las instituciones de perfila desde abril de 1993. Yeltsin firma entonces un decreto instaurando un "régimen especial de gobierno«, pero no lo publica. Eso no impide al Sóviet Supremo y a la Corte Constitucional declarar»inconstitucional«el texto»secreto" del presidente. Este último decide manejar a la opinión pública al organizar un referéndum en forma de plebiscito. Obtiene la confianza del 58% de los votantes, pero no las elecciones legislativas anticipadas que deseaba. Al mismo tiempo, se encuentra por primera vez con Bill Clinton en Vancouver. Consigue un crédito de 1,6 mil millones de dólares y el apoyo del presidente americano en el conflicto que le enfrenta al Parlamento. Las manifestaciones del primero de mayo adquieren un carácter insurrecional y sólo cinco días más tarde anuncia su intención de adoptar una nueva Constitución que pondrá fin al régimen parlamentario en vigor. Al mismo tiempo, descarta toda discusión con los diputados y prepara el enfrentamiento.
El 13 de septiembre, con el fin de tranquilizar a los círculos financieros internacionales, Gáidar vuelve al Gobierno. El 21, mediante el decreto nº 1.400, Yeltsin disuelve el Parlamento. Todos los sóviets (consejos) regionales y locales sufren la misma suerte. "Los preparativos de la operación eran claros", considera el historiador y antiguo disidente Mijáil Guéller, entonces cercano al presidente. "Antes de todo, Yeltsin telefoneó a Clinton para advertirle que un acontecimiento, no del todo democrático, iba a producirse. Clinton le dio su bendición [6]." Después visitó la División Zherzhinski, una unidad de élite del ministerio del Interior…
Una apoyo sin fisuras de los Estados Unidos y la banca
En reacción, el Sóviet Supremo y su presidente, Jasbulátov, destituyen a Yeltsin y nombran en su lugar al vicepresidente, convertido en general-mayor, Rutskoi. El Kremlin replica organizando el cerco policial y el bloqueo de la Casa Blanca, privada, progresivamente, de electricidad, agua y calefacción. La Corte Constitucional pidió a la dos partes que anularan sus decisiones y buscaran un arreglo. La Iglesia ortodoxa y las regiones, mayoritariamente hostiles al decreto nº 1.400, intentan imponer una solución negociada, lo mismo que el responsable socialdemócrata Oleg Rumiántsev. En vano. Yeltsin consigue el apoyo del ejército y escoge el baño de sangre. Uno de los inspiradores del neoliberalismo ruso, el economista Illariónov, confirmó recientemente el carácter deliberado de la confrontación. Según él, el Parlamento bombardeado era "más democrático" que el Gobierno de la época [7].
Tanto Yeltsin como Rutskoi se obstinaron. Ni el uno ni el otro habían asimilado la cultura del debate, antes desconocida en la URSS e introducida por Gorbachov. Cada campo se había convertido en fascista para el otro. Reinaba una atmósfera tensa; se asistía innegablemente a las convulsiones de un "fin de la historia«más que a una batalla por el futuro. Sin la inmensa lasitud y pasividad de la población que temía, más que todo, ver correr más sangre, habría podido estallar una guerra civil. A pesar del desmoronamiento y gracias a la picardía, muchos esperaban también, según las fórmulas repetidas entonces, salir indemnes de esta»transición dolorosa pero necesaria«, acceder a una»vida normal y civilizada", o incluso hacerse ricos.
Expertos occidentales y liberales rusos actuaban conjuntamente en el terreno de la corrupción, del desvío de fondos y del blanqueo de dinero.
El reparto, "a 150 millones de rusos, bebés incluidos«, de cupones de privatización por medio de los cuales podían comprar las acciones de las empresas, contribuyó a alimentar estas ilusiones. Ante las necesidades del presente, la mayor parte de los beneficiarios se apresuraron a revender sus cupones, que fueron comprados a bajo precio por los directores de los grupos industriales o financieros, y las redes criminales [8].»En definitiva", analiza el economista Alexandr Nekipélov, "los individuos participantes en la privatización no estaban en condiciones de tomar decisiones sensatas. En cambio, la parte puramente especulativa de la ’privatización popular’ aumentó brutalmente en beneficio de algunos elegidos.«Las sociedades más atractivas sacadas a subasta el día anterior al cierre de la privatización (el 30 de junio de 1994), sus activos, devaluados y los florones de la industria enseguida cedidos por una bicoca en virtud de la operación»préstamos contra acciones". Ésta benefició a los banqueros, los únicos capaces de dar crédito al Gobierno a cambio del control de la compañías petroleras [9].
Los inspiradores occidentales del choque fueron, especialmente, el economista sueco Anders Aslund y el americano Jeffrey Sachs. Los reformadores moscovitas se beneficiaron igualmente, desde 1987, de los buenos consejos de George Soros, filántropo e inversor, así como de los expertos de la banca Goldman Sachs, implicada en amplias actividades especulativas, o del francés Daniel Cohen. Un papel importante corresponde también a las fundaciones, principalmente americanas, que se habían introducido en los centros de investigación y en la sociedad civil: Carnegie, Ford, Rockefeller, Heritage, National Endowment for Democracy (NED), etc.
El intervencionismo del gobierno Clinton fue primordial: "Los consejeros americanos no llegaron a finales de 1991 con un mandato del Fondo Monetario Internacional, como se dice a menudo, sino en el marco de una asistencia técnica americana, financiada por el USAID [Agencia Americana para el Desarrollo Internacional] y puesta en marcha por el Harvard Institute for International Development", explica un testigo directo, el economista francés Jacques Sapir. "Jeffrey Sachs, participó en numerosas reuniones del equipo de Yeltsin entre 1991 y 1993, no dando cuenta de su actividad más que a las autoridades americanas.«Según Sapir, la integración de Rusia en el juego americano revelaba un objetivo estratégico:»El apoyo sin fisuras que la administración Clinton proporcionó a Yeltsin de su acto violento contra el Parlamento en 1993, en su discutible reelección en 1996 (…) lo prueba. Hoy se olvida demasiado que el desencadenante de la guerra de Chechenia, en diciembre de 1994, fue también indudablemente apoyado por el gobierno americano [10]." Rusia representaba una fuente de beneficios importantes para las finanzas internacionales. Expertos occidentales y liberales rusos actuaban conjuntamente en el terreno de la corrupción, del desvío de fondos y del blanqueo de dinero [11].
La "terapia", igualmente, tuvo como consecuencia el desmontar el complejo militar-industrial, disminuyendo otro tanto la influencia internacional de una potencia que luego no sería más que la sombra de ella misma. El nuevo jefe de la diplomacia rusa, Andréi Kózyrev, le imponía una orientación que la alineaba con los Estados Unidos, antes de ser centrada de nuevo por su sucesor, Evgueni Primakov, a partir de 1996. Rusia conservó, sin embargo, su fuerza nuclear, última garantía de su soberanía a la hora de la nueva expansión hacia el Este de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y de la multiplicación de las intervenciones occidentales en los conflictos en Yugoslavia o en el Próximo Oriente.
Rusia conservó, sin embargo, su fuerza nuclear, última garantía de su soberanía a la hora de la nueva expansión hacia el Este de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
El apoyo entusiasta de Occidente no era menos calculado. Hay que recordar que, a principios de los años de 1990, los Estados Unidos confiaban en ver a Rusia convertirse en la locomotora de su penetración en el continente euroasiático. Ucrania y Georgia no eran todavía los aliados privilegiados en la región, ni la "represión" de Rusia estaba explicitamente a la orden del día, aunque su debilitamiento en el Cáucaso, en torno a las rutas del petróleo, ya se preparaba.
Gáidar, el principal diseñador del choque se explicó en una obra aparecida en 2006. Magistral a la vez que muy discutible, su análisis de la crisis soviética reúne lo que piensa desde hace mucho tiempo el ala modernista de la burocracia dirigente, iniciadora de la liquidación del sistema soviético. El objetivo de la nueva élite era el de crear una clase de propietarios, para hacer del todo imposible el "regreso al socialismo".
Los consecuencias del "octubre negro" estuvieron, sin embargo, lejos de colmar a los liberales. Después de su fracaso en las elecciones legislativas en diciembre de 1993, sus jefes de filas, Gáidar y Boris Fiódorov, fueron apartados del Gobierno en enero de 1994. La experiencia se terminó con el krach de agosto de 1998, que significó el fracaso de las ideas neoliberales y de las formaciones políticas yeltsinianas.
Las privatizaciones, un jarro de agua fría a las esperanzas de la perestroika
Entre la elección de Yeltsin a la presidencia, en junio de 1991, y la crisis financiera de 1998, el Producto Interior Bruto cayó cerca de un 50%; las inversiones, de un 90%. La producción industrial cayó un 47,3% de su nivel de 1990; el de la agricultura, en un 58,1%. Entre 1988 y 1994, la esperanza de vida para los hombre se redujo de 64,8 a 57,3 años. A pesar de un saldo migratorio positivo, Rusia ha perdido seis millones de habitantes desde 1991 [12]. La revista médica The Lancet, comparando en 2009 las evoluciones de diferentes países salidos del comunismo, establecía una correlación entre las privatizaciones masivas, el paro y el fuerte aumento de la tasa de mortalidad en Rusia [13]]. En 1998, "la golondrina de la perestroika", la economista Tatiana Zaslávskaya, medía los catastróficos efectos sociales de las reformas llevadas a cabo de 1992 a 1998: entre el 6 y el 10% de la población acaparaba el 50% de los ingresos y del 70 al 80% de las riquezas del país, mientras que muchas familias vivían en casas en ruinas o vivían medio muertos de hambre [14].
Catastróficos efectos sociales de las reformas llevadas a cabo de 1992 a 1998: entre el 6 y el 10% de la población acaparaba el 50% de los ingresos y del 70 al 80% de las riquezas del país, mientras que muchas familias vivían en casas en ruinas o medio muertos de hambre.
El sistema político actual se construyó en 1993. Después de octubre, Rusia se encontró con un régimen presidencialista, un Parlamento títere, unos partidos anémicos, unas elecciones regularmente cuestionadas, una burocracia centralizada, además de pesada y asfixiante, sin hablar de las dos guerras de Chechenia y de las violaciones de los derechos humanos. Los espacios mediáticos de libertad no han hecho más que reducirse, excepto en la Red.
Las numerosas iniciativas ciudadanas que brotaron a finales de los años de 1980, sobre todo en las grandes ciudades, y que dieron lugar a los movimientos obreros, intelectuales, ecologistas realmente independientes del poder, fueron literalmente reducidos a nada. Una "sociedad civil" artificial, compuesta de organizaciones no gubernamentales, han tomado el relevo con el apoyo financiero de oligarcas y de fundaciones americanas.
El movimiento realmente democrático nacido con la perestroika se vino abajo en octubre de 1993 para, finalmente, desembocar en una contrarrevolución. Los ideales de autogestión socialista, de ecología, de humanismo fueron enviados de vuelta al olvido de las utopías trasnochadas. Durante cerca de un decenio, la mayoría de los rusos se han visto distraídos por la obligación de encontrar estrategias de supervivencia. Recién despiertos de la vida política y de la apertura a Occidente, están profundamente asqueados de ello. Esto contribuye a explicar la popularidad duradera de Vladímir Putin en el seno de una población convertida en fatalista en cuanto al funcionamiento del poder y que aspira al regreso del Estado para salir del caos. [15]
Jean-Marie Chauvier, Periodista, Bruselas.
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