Como es sabido, el pasado domingo 4 de diciembre tuvieron lugar en Rusia las elecciones a la Duma Federal (Parlamento o Cámara Baja) para elegir a los 450 diputados de la VI legislatura desde que se instauró la
democracia en Rusia tras la disolución de la URSS. Una Duma que, en virtud de la Constitución, fuertemente presidencialista, promulgada ad hoc en la época del primer presidente de Rusia, Borís Yeltsin, de sus continuadas reformas realizadas por su sucesor, Vladímir Putin, y aplaudidas, entonces, por Occidente, apenas si tiene las facultades propias de los llamados parlamentos democráticos y mucho menos la de elegir o derribar gobiernos, facultad que sólo está reservada al Presidente. Y todo ello con la aquiesciencia y consentimiento de los países occidentales llamados democráticos que, como en el viaje de Ekaterina II, donde los mandatarios de las cortes occidentales que la acompañaron se asombraban, también, de las riquezas de las poblaciones cartón-piedra que veían a lo largo del camino, ahora también enmudecieron de asombro con la llegada de la democracia a Rusia cuando la caída del régimen soviético, de la democracia potiómkin.
Democracia potiómkin que los países occidentales, como el príncipe Potiómkin con los pueblos cartón-piedra, han ayudado a construir. Quizá sea porque también en Occidente vivimos en democracias potiómkin.
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