Veinte años después de la desaparición de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), la Federación Rusa afronta, simultáneamente, problemas nacidos de la fragmentación de la URSS y sus dificultades específicas. Esta dualidad se refleja en la manera en la que el país aborda las citas electorales de diciembre de 2011 (legislativas) y de marzo de 2012 (presidenciales). La politóloga, Lilia Shevtsova, normalmente poco cariñosa con las actuales autoridades, resume así estos dos decenios: “Después de la caída del comunismo, escribe, Rusia se encontró de frente a un desafío que ningún Estado del mundo había debido hacer frente anteriormente. No sólo debía abandonar su visión de ella misma como polo de una civilización alternativa, con sus esferas de influencia y su imperio territorialmente integrado, sino que también debía cambiar radicalmente los principios que organizaban el Estado y la sociedad” [1]. Este colosal desafío explicaría por sí sólo el por qué Rusia, que en 1992 parecía evolucionar en el camino de una doble transición —hacia la economía de mercado y la democracia occidental— se ha apartado enseguida de él, prefiriendo buscar una vía nacional cuyos contornos se hacen difíciles de delimitar. [2]
Al mismo tiempo, la cuestión identitaria ha adquirido una dimensión particular. Rusia no podía seguir el ejemplo de otras repúblicas de la ex URSS, que afirmaron su identidad rechazando su pasado imperial y soviético. En primer lugar, porque ha heredado los derechos y las obligaciones internacionales de la URSS: puestos en el Consejo de Seguridad de la ONU y en otras organizaciones internacionales, deuda exterior, propiedades en el extranjero, potencia nuclear. Después, porque la población permanece atada a la dimensión federal y multinacional del país que, también, reúne un carácter imperial.
Una forma positiva de conservadurismo
Asimismo, la ruptura de 1991 supuso una herencia ambigua. Por una parte, los rusos se alegraron de poder, al fin, dedicar la totalidad de sus medios y energía a su propio desarrollo en lugar de tener que asumir las necesidades de todo el imperio, zarista o soviético. Por otra, han asumido con dificultad que Rusia pueda ser una potencia en declive, reducida a fronteras más estrechas que las que eran conocidas desde el siglo XVIII, empobrecida y considerada como un alumno poco dotado por los consejeros occidentales llegados en gran número para civilizarla.
El presidente Boris Yeltsin (1991-1999) comprendió bien la importancia de esta cuestión identitaria, pero le asignó un papel principalmente utilitarista: recrear un consenso nacional tras la desaparición de la ideología comunista y asegurar la cohesión necesaria para el éxito de las reformas. Desde 1992, creó un comité especial encargado de definir un versión moderna del viejo concepto de idea rusa (idéinost) [3] —no es que no haya desembocado en nada, sino en un debate confuso, a semejanza de ulteriores comisiones persiguiendo el mismo fin. En efecto, los sucesivos presidentes han buscado todos mantener el sentimiento con un soporte común constituido por la pertenencia a un Estado federal y multinacional, así como por una cultura, una lengua y una religión; un soporte que, de hecho, prolonga el concepto secular definiendo la identidad rusa como el afecto a la triada religión ortodoxa-zar-comunidad del pueblo. Esta preocupación por conservar el vínculo con el pasado no revela más que una actitud nostálgica, procede de una forma positiva de conservadurismo pretendiendo salvaguardar la unidad nacional sin impedir al país convertirse en una democracia postimperial. Es lo que, a su manera, indicó en 2006 el vicepresidente de la Duma, Oleg Morózov: “Somos los sucesores de la historia de todos los gobiernos rusos… Contrariamente a las personas de derechas o de izquierdas, somos, a la vez, los sucesores de la Rusia zarista y de la Rusia socialista… Por ser fieles a la secular tradición de servir a la patria, expresamos nuestro conservadurismo.” [4]
Algunas fechas
25 de diciembre de 1991
La bandera rusa sustituye a la bandera soviética en el Kremlin.
Enero de 1992
Liberalización de los precios.
Octubre de 1992
Inicio de las privatizaciones.
24 de septiembre de 1993
Los diputados se encierran en el parlamento al término de seis meses de conflicto con el presidente; Boris Yeltsin hace intervenir al ejército.
11 de diciembre de 1994
El ejército ruso ataca Grozny (Chechenia).
3 de julio de 1996
Reelección de Yeltsin.
16 de agosto de 1999
Vladímir Putin se convierte en primer ministro.
1 de octubre de 1999
Segunda guerra de Chechenia.
31 de diciembre de 1999
Yeltsin dimite.
26 de marzo de 2000
Elección de Putin.
14 de marzo de 2004
Reelección de Putin.
2 de diciembre de 2007
Primeras elecciones parlamentarias proporcionales a las listas de partidos.
2 de marzo de 2008
Dmitri Medvédev es elegido presidente.
8 de mayo de 2008
Putin se convierte en primer ministro.
Sin embargo, este objetivo tropieza con varios obstáculos. Si Rusia es federal y multinacional, los pueblos que la componen también quieren volver a sus raíces [5]. No ponen en tela de juicio su pertenencia a la Federación, pero soportan mal que ésta les proponga nada más que el modelo imperial y el Homo sovieticus [6]. Además, el país debe acoger a ocho millones de trabajadores inmigrantes (uno de cada 10 habitantes de Moscú) que, raramente, son cristianos ortodoxos y para los que la lengua y la cultura rusa no significa un factor identitario.
En efecto, la identidad rusa así concebida se diluye, de facto, no sólo en los ciudadanos enfrentados a las influencias internacionales, sino hasta en las ciudades donde se pasan sus tardes ante las pantallas de televisión mirando programas de entrevistas y unos estilos de vida y consumo en completa ruptura con la cultura tradicional. En fin, para numerosos rusos, como el politólogo Andréi Melvil, la búsqueda identitaria difícilmente permitirá a su país desarrollar relaciones internacionales modernas mientras que la idea rusa siga descansando sobre los conceptos de potencia y diferencia.
En resumidas cuentas, y a pesar de los programas de modernización que han marcado los dos últimos decenios, la sociedad rusa sigue siendo fundamentalmente conservadora. Las autoridades rusas han comprendido muy bien que la estabilidad constituía un valor refugio por excelencia: puesto que la mayoría de la población considera el cambio como un riesgo más que como una oportunidad, se adapta bien a un régimen donde el poder establecido encarna la estabilidad.
La oposición comunista representa una forma de continuidad teñida de nostalgia por un edén del que está bien acordarse pero sin aspirar a su regreso. En cuanto a la oposición no comunista, queda como un cuerpo extraño que se revuelve en la calle, alejado de la sociedad y que, en muchos aspectos, participa tanto de los círculos de poder como del estancamiento político actual. Se encuentran los mismos hombres desde los años 80 y 90, especialmente Guennadi Ziugánov (fundador del Partido Comunista Ruso en 1990), Vladímir Zhirinóvski (populista que hace equilibrios sobre el nacionalismo, fundador en 1990 del Partido Liberal Democrático, LDPR) o Grígori Yablinski (partido democrático ruso Yábloko). Otros dirigentes de la oposición son “ex”, algunos de los cuales han participado en las decisiones que critican hoy: Mihail Kasiánov, exprimer ministro; Boris Nemtsóv, exviceprimer ministro; Vladímir Ryzkóv, exdiputado; Vladímir Mílov, exministro de energía; Garry Kaspárov, excampeón del mundo de ajedrez; Eduard Limónov, exescritor metido a político. Su ideología es borrosa, hasta el punto de que es imposible aplicar unos criterios de izquierdas o de derechas a estos movimientos de líneas fluctuantes.
Sin embargo, la población podría sentir cierta simpatía por la oposición no comunista, aunque desorganizada, si ésta no estuviera tan excesivamente apoyada por Occidente. Este apoyo comparte la imagen de una pequeña casta que, por su cuenta, promueve reformas inspiradas por extranjeros hostiles a Rusia, de la que saca provecho a lo largo de seminarios y conferencias para denigrar al país. Más grave: seguros de este apoyo incondicional, se convencen y convencen a sus interlocutores occidentales que fracasan en sus proyectos porque son perseguidos por las autoridades y excluidos de los medios de comunicación, que están enteramente controlados por el poder. En realidad, pueden llegar a la nueva clase media susceptible de votarles gracias a los medios de oposición [7], difusión ciertamente limitada, pero que llega a un público politizado. Podría asegurar la formación de un contra poder real a la Duma si estuviera unido en un único partido de oposición.
El festival de la oposición que se desarrolló el 1-2 de octubre de 2011 en un barrio de Moscú ilustra esta miopía política. Se habló poco de programas y mucho del proceso electoral, considerado “más importante que los resultados”. El debate se centró en dos interrogantes tales como: ¿Hay que votar? ¿No importa a qué candidato votar, incluso a los comunistas o al LDPR para “consolidar la oposición a Rusia Unida” [partido en el poder]? ¿Hay que tachar o rasgar la papeleta electoral para invalidarla? Los dirigentes Kaspárov, Nemtsóv y Limónov discutieron con virulencia la forma en la que cada uno reaccionaría si fuera invitado por Vladímir Putin: aceptar la invitación, rechazarla, ir al Kremlin pero rechazar hablar con él, ir pero no hablar más que en presencia de un ministro concreto, etc. Cuando el público pudo por fin hacer preguntas, los insultos volaron por la sala, con una propensión, como siempre, a tratar al interlocutor de provocador o de submarino del Kremlin. Ryzkov (Otra Rusia) defendió el boicot como único medio de “no participar en una mascarada” [8], mientras que Kasiánov (Unión Democrática Popular) redoblaba la presión hacia el Parlamento europeo para que Occidente no reconociera las elecciones, a pesar de que aún no se habían celebrado [9].
Disolución caótica de la URSS
El 8 de diciembre de 1991, tres presidentes se encontraban, como conspiradores, en un refugio de caza en el interior del bosque bielorruso. Sin mandato, ni de su república ni de otras repúblicas, el ruso Boris Yeltsin, el ucranio Leónid Krávtchuk y el bielorruso Stanislav Chuchkévitch, firmaron los llamados acuerdos “de Minsk” que disolvía la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) el 31 de diciembre de 1991 y la reemplazaba por la Comunidad de Estados Independientes (CEI). Las otras doce repúblicas federadas que entonces constituían la URSS fueron invitadas a adherirse.
Fueron cogidas de improviso; si, desde hace unos meses, la mayor parte hablaba de “soberanía”, nunca habían considerado —fuera de las repúblicas bálticas— la independencia total. El golpe se hizo sentir especialmente en Asia central y en el Cáucaso, a excepción de Georgia. En cuanto al presidente kazajo, Nursultan Narzabáyev, consideró inadmisible que semejante decisión hubiera podido ser tomada en ausencia de un representante del segundo país más grande de la URSS. Su indignación recordó a los tres presidentes que la Unión Soviética no estaba limitada al mundo eslavo.
Hubo, entonces, una segunda etapa, el 21 de diciembre en Alma-Atá [10]. Los acuerdos del mismo nombre, firmados por 11 de las 15 repúblicas, formalizaban la nueva CEI. Los tres países bálticos (Estonia, Letonia y Lituania) habían tomado la ocasión de pasar la página soviética y de alinearse con los países de Europa central y oriental que, tras la caída del muro de Berlín, decidían liquidar la herencia comunista y reclamaban su lugar en instituciones como la Comunidad Económica Europea (CEE) y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Preocupado por afirmar su independencia total, el gobierno nacionalista en el poder en Georgia rehusó, en lo que a él se refiere, adherirse a una CEI dominada por Moscú.
El fin de la URSS está simbolizado por la imagen de una bandera roja descendiendo de su mástil para ser reemplazada por el estandarte tricolor ruso, que ondea desde entonces en el Kremlin. Era el 25 de diciembre de 1991, el presidente Mihail Gorbachov, había dimitido algunos días antes del plazo del 31 de diciembre. Las 15 repúblicas, convertidas en independientes, debían gestionar, a partir de ahora, los problemas de la salida del sovietismo, comenzando por la ruptura con la ideología marxista-leninista que, a pesar del desencanto de numerosos soviéticos, todavía formaba parte del engranaje de la vida política, económica y social del país.
Desde entonces, no es sorprendente que los nuevos estados hayan intentado encontrar sucedáneos para asegurar una cohesión social y legitimar las instituciones: es así cómo el nacionalismo y la religión se han asentado con tanto más vigor que los que habían sido reprimidos por el sistema soviético. Los dirigentes se han lanzado, igualmente, a una reescritura del pasado a fin de crear un sentimiento nacional en unos países a menudo desprovistos de referencias históricas en el seno de sus nuevas fronteras. Por lo menos, existían mitos que valorar: el Cáucaso, fiero y libre, ancestro de todos los ucranios; la herencia de Gengis Kan, reivindicado por varios países de Asia Central, etc.
Pero, sobre todo, hubo problemas políticos, económicos y sociales. Todas estas nuevas repúblicas debían construir una democracia electoral, mientras que no existían organizaciones fuera del Partido Comunista. En el mejor de los casos, se vio desarrollarse una divergencia entre el partido en el poder, la oposición comunista organizada, pero incapaz de volver al poder mediante las urnas —excepto en Moldavia en 2001— y una oposición no comunista fragmentada en grupúsculos constantemente reconfigurados a merced de querellas más personales que ideológicas.
Económicamente, el desafío consistía en reemplazar con urgencia el sistema de planificación central por una economía de mercado. La ayuda extranjera impuso un modelo ultraliberal y la apertura total a los inversores extranjeros que se aprovechaban de las lagunas del personal político y de la falta de economistas no marxistas para arrancar contratos injustos que las repúblicas tardaron años en anular. Por ejemplo, hay que esperar a 2003 para que la Duma rusa enmiende la ley sobre el reparto de la producción y de los beneficios, llamada “PSA” (Production Sharing Agreement) [11], y a 2010 para que Kazajastán meta en vereda a los inversores de los campos petrolíferos de Kashagán.
En fin, los problemas sociales fueron numerosos. Para la mayoría de la población, el fin de la URSS significaba la ruptura de unos lazos familiares, culturales y científicos entre las repúblicas. La división de las infraestructuras en unidades no explotables separadamente y la apertura de los mercados nacionales a las importaciones acabaron con miles de empleos. La población descubrió la inseguridad y el miedo al futuro, las desigualdades entre clases sociales, la erosión de los valores familiares, la importancia del dinero y de los bienes materiales.
Enfrentados a idénticos problemas, los gobiernos, pese a algunas variantes nacionales, han dado respuestas parecidas: en todas partes, el poder descansa en una presidencia fuerte, un Parlamento que funciona como una oficina de registro, una prensa que, por las buenas o por las malas, apoya las posiciones oficiales. En el plano económico, la intervención del Estado permite proteger a las empresas locales e imponer a las compañías privadas una contribución para los servicios sociales y las infraestructuras regionales. Este funcionamiento, supuestamente transitorio, debiera dar tiempo a la economía de mercado para promover una suficiente solidez financiera con que enfrentarse a la competencia internacional; aún está vigente.
Círculo de elegidos fuertemente unidos alrededor del jefe
Por su parte, el presidente Dmitri Medvédev y el primer ministro Vladímir Putin se unieron en la búsqueda de la identidad de los rusos y en la voluntad de ser diferentes y poderosos; lo que justifica el rechazo de los modelos impuestos por Occidente con el pretexto de que ellos habrían ganado la guerra fría, como se vio en los años 90. El sistema actual perpetúa, en una versión moderna, la tradición rusa del poder, —al menos, la lucha armada— que implica una permanente relación de fuerzas en el seno de un pequeño círculo fuertemente unido alrededor del jefe. Estos allegados se benefician del prestigio, del acceso a los recursos y del derecho a utilizar los medios administrativos, es decir, los recursos federales, regionales, locales y las organizaciones estatales para difundir la palabra del jefe y ganar las elecciones. Pero apunta a un elevado resultado que alimenta la impresión de un amplio apoyo popular y legitima las decisiones futuras. Por esta razón, se puede hablar de una “democracia plebiscitaria”, que contiene elementos de democracia sin realmente serlo.
En este sistema, la oposición no está prohibida: forma parte de la estructura del poder. El Kremlin no deja de repetir que una sociedad moderna no puede estar dirigida por un único partido y, desde los años 90, la presidencia ha procurado que haya partidos de la oposición en la Duma, corriendo el riesgo de organizarlos, incluso de financiarlos. Pero mientras Boris Yeltsin quiso impedir que el Partido Comunista regresara al poder por las urnas, Putin y Medvédev sueñan con crear todas las piezas de un sistema de dos partidos —como en EE UU y en el Reino Unido— del que uno de ellos sería el suyo, Rusia Unida. Prueba de ello, el verano último, la tentativa del Kremlin para relanzar el partido Causa Justa, nombrando a su cabeza a Miháil Prójorov, un multimillonario que presenta la doble ventaja de poder financiero y de seducir a un electorado liberal. Pero el partido le rechazó reprochándole el querer imponer sus hombres en su lista.
En efecto, el Kremlin da preferencia a lo que llama una “oposición constructiva”, que asegura una diversidad de opciones sin romper la armonía social. Es lo que Medvédev explicaba recientemente ante los estudiantes de la universidad de Barnaul (República de Altai), miembros de la sección local de Rusia Unida: “Hay dos maneras de demostrar su desacuerdo. O bien se muestra uno descontento y lo denuncia en el exterior. O bien se dice uno a sí mismo ‘No me gusta esto y me parece que hay que cambiar las cosas desde el interior’” [12]. Sin embargo, incluso en este contexto político, ha sorprendido el anuncio por Putin, en el congreso de Rusia Unida, de su candidatura a las presidenciales de marzo de 2012. Efectivamente, desde hace años Moscú bullía de rumores, pero el secreto estaba tan bien guardado que los colaboradores cercanos, los ministros e incluso los dirigentes del partido fueron pillados por sorpresa. Para la administración, esto significa vegetar hasta mayo de 2012, después de la prestación del juramento del nuevo presidente. Tiene la moral tan baja que, a principios de noviembre, un familiar describió la atmósfera actual como “parecido a lo que uno se imagina que debió haber sido el bunker de Hitler a finales de abril de 1945”.
El exhombre providencial está fatigado
Se dice que son los sondeos los que han empujado a Putin a presentarse: mostraban de manera constante que tenía más posibilidades de ganar holgadamente las elecciones que el actual presidente. Así, en esta democracia poco democrática, las autoridades sondean permanentemente la opinión pública antes, después y entre cada decisión. Pero si los dos socios del tándem que dirige Rusia desde 2008 (leer cronología) han comprendido bien esta doble aspiración popular de estabilidad y poder del país —que el uno parece encarnar mejor que el otro— ya no estamos en 2000, cuando Putin apareció como el hombre providencial después de los años de caos de los 90. Primeramente, porque fue él quien propuso la candidatura de Medvédev a la presidencia y a quien le ha servido como primer ministro. Después, porque de los males de los que se queja la mayor parte de la población —la corrupción y la carestía de la vida— son consecuencias de una política con la que está relacionado como primer ministro.
Desde ahora, numerosos rusos esperarán que la estabilidad no desemboque en un estancamiento, incluso si algunos optimistas siguen esperando que Putin lance reformas en 2012, como lo hizo en 2000, y que Medvédev pueda aprovecharse del reforzamiento del poder gubernamental, impulsado por el actual primer ministro, para formar un equipo más reformador. En la Duma tampoco, porque no estamos en 1999. Desde 2007, cuatro partidos tienen representación en ella: Rusia Unida, con 315 diputados (94 más que en 2003), el Partido Comunista, con 57 elegidos (6 más), el LDPR que ocupa 40 escaños (3 más) y Rusia Justa con 38 diputados (no existía en 2003). Por supuesto que hay que ser prudentes con respecto a los estudios de opinión pero, según los sondeos, sólo los tres primeros podrían franquear la barrera del 7% que permite formar grupo parlamentario y Rusia Unida debería contentarse con una mayoría simple. Durante el escrutinio regional de marzo de 2011, última referencia en materia electoral, este partido obtuvo la tercera posición en varias regiones.
Este flojo resultado alarmó al Kremlin y, sin duda, jugó un papel en el regreso de Putin. Como no es posible sustituir en tan poco tiempo a los gobernadores responsables de este fracaso, por una vez, habrá que hacer una verdadera campaña para atraer a las urnas a electores indecisos. No es cuestión de contentarse con una pequeña mayoría, sin duda satisfactoria para partidos de países de democracia clásica, pero no para Rusia Unida, que no quiere depender del voto de otras formaciones. El Kremlin no ha esperado al inicio de la campaña parlamentaria para enviar a eminentes miembros del partido, pero también de las administraciones presidencial y gubernamental, a todos los rincones del país. Una prioridad: las regiones indecisas.
Putin sigue siendo bastante popular para ganar unas elecciones, pero ha perdido su imagen de solidez e incluso el respeto de una parte de la población. Se mide por la crueldad de los humoristas y en la hilaridad que suscita, en la violencia de las caricaturas, en la asimilación, ya rutinaria, de Rusia Unida al “partido de los estafadores y ladrones”. Todo indica que la forma en la que se anunció la candidatura significó un monumental error de comunicación, agravado por las ulteriores declaraciones de Medvédev y Putin pretendiendo que no había lugar para el asombro, dado que todo había sido decidido hace cuatro años. Los ciudadanos se han sentido estafados y, si están dispuestos a reelegir al expresidente, a falta de elección o por convicción, se arriesgan, por contra, a penalizar a Rusia Unida. Otr o interrogante comienza a manifestarse: Medvédev, encabezando la lista de Rusia Unida para las legislativas, ¿puede permanecer en el poder si los resultados resultan muy malos?
Por tanto, uno no puede contentarse con un simplista “En realidad nada ha cambiado” para analizar las próximas elecciones. Sean cuales sean los resultados de diciembre y marzo próximos, las autoridades deberán encontrar una mejor manera de funcionar y, sin ninguna duda, aprender a coexistir con otras fuerzas. Tanto más cuando el futuro presidente aparecía como un hombre fatigado e impaciente, lejos de la imagen de hace 11 años. Medvédev, desde que renunció a la elección presidencial parece relajado, como liberado. Además, una parte del personal político próximo a la jubilación, sobre todo entre los “hombres de graduación” (siloviki), son veteranos del ejército y de los servicios de seguridad que Putin se llevó con él en 2000.
La dimensión generacional también existe en el resto de la población, donde miles de jóvenes no saben lo que era un koljós, un comité central, un campamento de Komsomol. El debate de si hay que copiar o rechazar a Occidente no les afecta; no tienen nostalgia ni odio. Contrariamente a sus padres, el mundo les está abierto gracias a Internet, a los medios de comunicación, a la posibilidad de viajar. Quieren vivir, como ellos dicen, en un país “normal”. [strong]
Nina Bachkátov, editora de la web Inside Russia and Eurasia.
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