No tendrá lugar una revolución de colores [1] a la rusa. Las concentraciones del 5 y 10 de marzo, el recurso de grupos cuestionando el resultado de las elecciones presidenciales, no han atraído a las masas esperadas y sus organizadores han admitido la necesidad de cambiar el modo de expresión de su descontento. Sin embargo, el poder se equivocaría si hiciera como si todo hubiera vuelto a la normalidad. Al final de un periodo de movilizaciones sin precedentes, iniciadas el pasado diciembre con motivo de las elecciones legislativas, la sociedad parece más dividida que nunca.
Más allá de los fraudes constatados [2], la reelección de Vladmir Putin no es ninguna sorpresa. En primer lugar, porque para una gran parte del electorado, sigue siendo el único garante de la estabilidad del país, traumatizado por la sucesión de crisis políticas y económicas experimentadas desde 1991. Incluso en las grandes manifestaciones que siguieron a las protestadas elecciones de la Duma, la mayoría no deseaba una ruptura política completa. El partido en el poder ha sabido tocar eficazmente este estado de ánimo, prometiendo la continuidad.
Al término de un periodo de movilizaciones sin precedentes, la sociedad parece más dividida que nunca.
Por otra parte, las leyes electorales creadas desde 2000, han impedido que la oposición presentara candidatos creíbles. Han sido, precisamente, estas manipulaciones las que han servido de detonante a un movimiento de oposición de gran amplitud. Parte de la opinión pública más ligada a los valores democráticos, de los que se han aprovechado todos los dirigentes desde Boris Yeltsin, no soportaron el cinismo con el que se anunció la inversión de roles en el seno del tándem en el poder, el actual presidente Dmitri Medvédev presentando, el 24 de septiembre de 2011, la candidatura de su predecesor y primer ministro y éste le reenvió inmediatamente el ascensor prometiendo hacerle el futuro jefe del gobierno.
Con una campaña electoral particularmente preparada, en Moscú y en numerosas ciudades de provincias, por la amplitud de las manifestaciones cada vez más hostiles al candidato oficial, el tablero político ruso y, más todavía, el estado de opinión, salen profundamente afectados.
A pesar de su cuestionado éxito en las legislativas, el partido en el poder, Rusia Unida, arrastra como una bola su apodo, popularizado por Internet, de “partido de los granujas y ladrones”. Alcanzando la segunda posición en la elección presidencial, el Partido Comunista (PC) está debilitado, tanto como su candidato, Guennadi Ziugánov, lo mismo que Vladímir Zhirinovski, el candidato del Partido Liberal Democrático de Rusia (LDPR), partido nacionalista tradicional, relegado a la cuarta posición.
Parte de la opinión pública no ha soportado el cinismo con el que se anunció la inversión de roles en el seno del tándem en el poder.
Llevando una política social activa (subida de las pensiones, alza de salarios de algunas categorías laborales como los docentes y el personal de sanidad), subsidiando las industrias tradicionales, Putin ha menoscabado la influencia del PC en sus bastiones históricos, mientras que el rebrote de su retórica patriótica cortaba la hierba bajo los pies de Zhirinovski. Echado fuera de la Duma por los fraudes, con un candidato impedido a presentarse a las elecciones presidenciales, Yábloko, el partido de Grigori Yavklinski, considerado un tiempo como una suerte de partido socialdemócrata ruso, se ha visto marginado todavía más.
Un tándem-premier agobiado
Los grandes mítines de la oposición han difundido el papel de los movimientos extraparlamentarios, a algunos de cuyos representantes recibió Medvédev a principios de marzo. Éstos, han agrupado un abanico inédito de tendencias contradictorias reunidas en un mismo rechazo de las prácticas del poder en funciones. Además de una izquierda particularmente dividida, se encuentran dos corrientes, una derecha denominada liberal, todavía frágil, que hace de una democratización radical la condición sine qua non de redireccionamiento del crecimiento ruso.
Junto a los tenores habituales, como el antiguo campeón del mundo de ajedrez, Garry Kaspárov o los exprimer ministros, Mijail Kaziánov y Boris Nemtsov, la sorpresa ha venido del tercer lugar conseguido en las elecciones por Mijail Prójorov. Oligarca multimillonario, ha llevado una campaña activa contra los fraudes, confirmando su intención de estructurar este polo liberal al anunciar la creación de un nuevo partido. Pero su fortuna, en un país que es hostil a los oligarcas, y sus declaraciones sobre una necesaria reforma de la legislación laboral constituyen un hándicap, más todavía que su inexperiencia política.
La segunda corriente pertenece la esfera nacionalista que, a pesar del relanzamiento del discurso patriótico de Putin, se ha desarrollado de manera considerable fuera de todo partido, con el fondo de campañas xenófobas recurrentes y de violencias contra los emigrantes —que han movilizado menos policía que las manifestaciones de los demócratas. Llevado por una ola de eslóganes demagógicos cercanos a los utilizados por sus homólogos europeos, esta corriente se han beneficiado de la ambigüedad de las posiciones de Alexéi Navalny, figura de la blogosfera rusa y gran opositor del poder corrupto.
Frente a la amplia contestación, el poder organizó, con gran acompañamiento de medios administrativos, la movilización de sus partidarios. Ha exhumado los espantapájaros ampliamente utilizados en el pasado, “los enemigos de Rusia” o “los traidores a la patria”. Después, ha parecido querer responder a ciertas demandas. Así, antes de las elecciones del 4 de marzo de 2012, Medvédev inició las deliberaciones en la Duma de varios proyectos encaminados a reformar elementos del sistema en funciones (retorno de la elección de los gobernadores, un más fácil registro de partidos). Pero Putin, anticipó varias medidas preventivas que limitarían el alcance de estas reformas…
El título escogido por el semanario ruso The New Times el 5 de marzo para la entrevista con Ígor Yurguens, responsable de un reputado think tank cercano a Medvédev, es significativo: “Hemos perdido”. Analizando las luchas de influencia en el entorno cercano del “tándem premier” (Medvédev, presidente, Putin, primer ministro), describe el combate de dos fuerzas desiguales. La primera —en la que él se sitúa— se parece mucho a la categoría social de los manifestantes de diciembre y enero en las calles de Moscú: la intelectualidad liberal, el cuerpo docente, los estudiantes, los investigadores y la naciente clase media; partidarios de la apertura del país y de una rápida profundización de la democracia.
Lo opone a un lobby conservador, “una poderosa corporación”, organizada en la maquinaria del poder y que se apoya en un conjunto de sectores tradicionales: el “complejo militar-industrial, los hidrocarburos, la industria, el agrobusiness y el ejército”, del que señala el miedo al cambio y el temor a agresiones exteriores. Los nombres citados se encuentran en un espectacular gráfico, publicado por este mismo semanario [3], que detalla los vínculos, personales y formales, que unen a Putin con un conjunto de dirigentes políticos y hombres de negocios de estos medios, a los que se añade las grandes infraestructuras de transporte y los dos elementos claves del dispositivo: los bancos y los grandes medios de comunicación.
Esta red representa más de la mitad del Producto Interior Bruto (PIB) ruso y más de las tres cuartas partes de sus capacidades de exportación. El control del Estado en ellas se ha visto reforzado todavía más en estos últimos años. La prensa no cesa en denunciar las prácticas de estas empresas, cuyas actividades están muy ligadas a las peticiones gubernamentales: sobrevaloración sistemática de costes aprovechándose de la situación de monopolio, fuga de beneficios hacia paraísos fiscales, opacidad que favorece la corrupción.
Más allá de la contestación de las elecciones, la movilización cristalizó, precisamente, en torno a una exigencia de transparencia, justicia, control de las decisiones por la población y contra los exorbitantes privilegios de la nueva nomenclatura surgida de 20 años de ausencia de separación de poderes. No es una casualidad que el color escogido por los manifestantes fuera el blanco, trasladado a cintas, chapas y globos. La corrupción, los desvíos de dinero, pero también el poder de los dirigentes a todos los niveles están en juego. Ahora bien, a pesar de las promesas varias veces repetidas por el dúo Medvédev-Putin, apenas si se constata un progreso en este campo. Ninguno de los altos responsables despedidos en el último periodo lo ha sido por hechos relacionados con la corrupción o por abuso de poder.
Temor a un nuevo periodo de disturbios
Volviendo a la carrera y a la actividad de Putin, dos investigadores americanos dibujan el retrato de un hombre apasionado por la historia que, ante todo, espera restablecer el poderío y el dinamismo de su país, convirtiéndose en una especie de Piotr Stolypin del siglo XXI [4]. Según ellos, se siente bien con este ministro de Nicolás II, célebre por la represión del movimiento revolucionario de 1905, al mismo tiempo que como promotor de importantes reformas inacabadas, que el nuevo presidente ha convertido en su modelo, retomando en su provecho esta réplica de Stolypin en la Duma en 1907: “Señores, no tenemos necesidad de grandes desórdenes, sino de una gran Rusia”.
Evocando varios episodios decisivos de la carrera de Putin, primero como adjunto del primer alcalde reformador de San Petersburgo, Anatoli Sobchak, después como delfín nombrado por Yeltsin, vuelve a las aparentes contradicciones entre, por una parte, su elección, reafirmada a menudo, de apuntarse a la lógica de un mercado abierto y de una democracia a construir y, por otra, su firme intención de preservar un Estado centralizado omnipresente.
De su paso por el KGB como oficial de información, después en la alcaldía de San Petersburgo cuando el país atravesaba fuertes turbulencias, Putin parece haber conservado una profunda desconfianza, que las revoluciones de colores primero y la primavera árabe después han reactivado. Teme un nuevo periodo de disturbios.
A esto se añade la certeza de que las manifestaciones de esto últimos meses no han podido más que ser manipuladas de manera encubierta por organizaciones extranjeras. En una serie de largos artículos, el candidato Putin reiteró la idea de que Rusia debía renovarse en todas las esferas para protegerse de las presiones exteriores que no aspiran más que a debilitarla.
Esta doble desconfianza, interna y externa, conduce a una paradójica actitud. A fuerza de considerar el desarrollo de la democracia más que en la perspectiva de un control absoluto, es el principio mismo de democracia el que es escarnecido. Mientras que Medvédev, aún presidente, planea una nueva ley anticorrupción [5], y el nuevo presidente de la Duma, Serguéi Naryshkin, propone aumentar sensiblemente el papel del Parlamento [6], Putin amenaza a la radio El Eco de Moscú y a la televisión privada Dozhd (La lluvia), famosas por su libertad de expresión, y la administración presiona a Alexandr Lébedev, el financiero del periódico de oposición Nóvaia Gazeta…
¿Qué hará Putin tras su toma de oficial funciones el 7 de mayo de 2012? Según el politólogo alemán Alexandr Rahr, este nuevo mandato será de un giro reformador. Para muchos, sin embargo, Putin se contentaría con declaraciones y cambios ficticios, no como Stolypin, sino como ese otro ministro, Grigori Potiomki, que supo presentar a Catalina II la ilusión de sus éxitos. Falta saber si la oposición, hoy insegura, sabrá organizarse políticamente para influir en sus decisiones. [strong]
Jean Radvanyi, director del Centro Franco-Ruso de Moscú.
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